Hombres, niños, mujeres, familias enteras. La autora, Helena Merriman, pone el foco en dos túneles que se construyeron en los años 1961 y 1962. Todavía hay protagonistas vivos de esos hechos, lo cual aportó una cantidad de datos valiosos. También otras fuentes particulares, o la labor de un equipo de la cadena norteamericana NBC que acompañó en secreto ambos emprendimientos, financiándolos y dejando luego un documental.
Pero el jamón del medio de este relato lo aportan los archivos de la Stasi, la policía secreta de Alemania Oriental, pues tenían todo infiltrado y dejaron un registro metódico de estos casos.
La Stasi era algo ominoso, cuyo sistema de control y delación es comparable al que hoy existe en Cuba (salvando las distancias entre el sopor caribeño y la racionalidad obsesiva alemana). Tenía en plantilla a 173 mil individuos.
La Gestapo de Hitler desplegó un agente cada dos mil habitantes, la Unión Soviética uno de la KGB por cada 5.830, y la Stasi uno cada 63.
“Si se incluye a los delatores a tiempo parcial, la cifra ascendía a uno por cada seis habitantes” agrega Merriman.
El nivel de detalle de esos archivos, hoy públicos, es asombroso. Se sabe cómo reclutaban a sus informantes, cómo los infiltraban, cómo trasmitían lo conseguido a sus superiores, y también sus dudas o cambios de carácter.
Podían ser padres, esposas o hermanos informando sobre sus seres queridos.
El túnel 29 es un relato de espías a lo John Le Carré, tenso de traiciones y muerte. También es un registro de olores, colores y sonidos, como el del jazz de los clubes del Berlín libre, o las incertidumbres a las que se enfrentaban los evadidos al conseguir la libertad.
“Había dejado atrás un mundo donde apenas podía ejercer ningún control sobre su vida y ahora se hallaba en otro donde podía hacer lo que quisiera y cuando quisiera. Lo que en cierta forma le resultaba angustioso”.
Es que la libertad conlleva deberes, obligaciones. No es gratis.
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