En el documento se comprometía a borrar cada uno de los grafitis que desde 2014 había comenzado a dejar en los derrumbes que saturan La Habana. Le dieron siete días para que expiara sus pecados artísticos y se esfumaran los 200 murales. De no hacerlo, iría a prisión por “maltrato a la propiedad social”.
El viejo Código Penal cubano, en sus artículos 243 y 339, castigaba con prisión hasta de cinco años el maltrato o uso indebido de los espacios públicos, que en realidad son propiedad gubernamental, como casi todo en la Isla. Si algo iba a pintarse sobre las paredes destruidas de la ciudad serían las consignas ideológicas y los retratos de los dirigentes de la Revolución.
Asegura Yulier que ningún entusiasta que se anime a dibujar lo políticamente correcto termina preso. En cambio, él no tiene la misma suerte porque sus trazos no esbozan hombres con barbas y trajes verdeolivos, o frases de tribuna.
“Ahí es donde ellos mismos se contradicen, porque lo que castigan no es intervenir una pared, sino que dibujes algo que los cuestiona, aunque sea implícitamente”, asegura el artista.
Yulier P. no pinta figuras humanas propiamente. Sus criaturas casi siempre son seres sin extremidades, sin orejas, amorfos. Espectros melancólicos o aterrados con cuerpecillos flacos y ojeras profundas que deambulan por las paredes desconchadas, o lo que queda de ellas. Son hijos del desastre y el caos.
Yulier P. fue dejando por la ciudad un retrato de cómo se ve la tristeza y la desesperación en un país que cada día se reduce más a eso.
Yulier, de 33 años, intentó cursar estudios en la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro pero no aprobó los exámenes de admisión. Aunque tomó algunas clases de forma independiente y en la Escuela de Instructores de Arte (EIA), su formación era y sigue siendo básicamente autodidacta.
Durante su adolescencia, caminando por La Habana Vieja, encontró por azar el Proyecto Comunitario “José Martí”. Era un espacio para que artistas sin formación académica trabajaran y mostraran sus obras. Empezó a asistir cada vez con más frecuencia y, a los 16, años vendió su primer cuadro por 15 CUC. Yulier sintió que se llevaba a casa una fortuna.
Siguió pintando en lienzos por vocación y a modo de subsistencia, hasta que en 2014 un amigo lo animó para grafitear. Lo primero que pintó no le gustó mucho, ni se parece al estilo que lo definiría después; pero sí quedó enganchado de esa energía que le daba pintar en las calles, la libertad que sentía. Sobre todo le atrajo que su arte sería visto por cada transeúnte que pasase por allí.
A partir de ahí no dejó de pintar en los muros viejos de la ciudad, aunque su nombre se hizo más conocido alrededor de 2016. Ya entonces había llamado la atención de la prensa independiente con sus melancólicos dibujos.
Esa visibilidad lo llevó a Estados Unidos en 2017, invitado como artista. Fue un viaje breve a Nueva York del que Yulier regresó con ganas de comerse el mundo y crecer como profesional dentro de Cuba.
Podía haberse quedado, pero pensó que habría otras oportunidades para pensarlo y decidió regresar.
“En Cuba nunca hemos estado bien, pero hace seis años estábamos un poco mejor. Ahora es el apocalipsis del comunismo”, reflexiona.
Con cada entrevista y reportaje que los medios publicaban sobre él,Yulier se hizo más famoso y seguido, pero también se puso en la mira de la Policía política.
“No vengo de una familia revolucionaria. Siempre supe que algo estaba mal con este régimen, pero vives con miedo en Cuba, miedo hasta de pensar. Luego a medida que uno crece y lo conoces comprendes que estás sufriendo una dictadura. A mí, ellos mismos me abrieron los ojos. Con la represión me convirtieron en un disidente público con una postura frontal al régimen”, asegura.
El costo de su arte y discurso han sido años de amenazas, vigilancia, detenciones arbitrarias, pasar noches en un calabozo con personas detenidas por delitos comunes. Para Yulier es habitual que lo secuestren en la calle o entren a su vivienda sin orden y se lo lleven detenido, o que un día llegue un agente y le advierta que no puede salir de casa porque se conmemora alguna efeméride problemática para el Gobierno.
El régimen ha hecho del aerosol con pintura de Pérez un enemigo a erradicar.
“Este último año, después de las protestas y con el nuevo Código Penal se ha vuelto más dura la represión. Están más feroces con los disidentes y con la población en general. Cuba está viviendo la peor etapa social, política y económica de su historia. El nivel de violencia y enajenación que hay en la calle, el nivel de impunidad con el que la dictadura reprime y no pasa nada, son espantosos. Vivir hoy en Cuba es como vivir en el infierno”.
El pasado 15 de febrero, Pérez sufrió su última detención a manos de la Seguridad del Estado. El artista llegó hasta la unidad policial de Aguilera en el municipio habanero de Diez de Octubre, donde habían citado a su amigo, el activista Adel Bonne Gamboa. El grafitero sacó su teléfono y desde la acera opuesta tomó una foto de Adel subiendo las escaleras de la unidad.
Eran las 10:00 de la mañana.
Eso fue suficiente para que también lo encerraran a él hasta las 6:00 de la tarde y lo amenazaran con decomisarle su teléfono, aunque no había violado norma alguna.
Cada vez que lo detienen, Yulier teme que lo dejen encerrado indefinidamente.
Confiesa que vive con miedo de que lo asalten mientras camina por las calles o de que las autoridades del régimen un día decidan apresarlo por ser un artista disidente (le vienen a la mente los casos de Maykel Osorbo y Luis Manuel Otero, ambos encarcelados desde 2021).
“La culpa de lo que padecemos es primero de la sociedad cubana por vivir temerosa y sin actuar. Pero también hay una responsabilidad de la comunidad internacional. Por un lado tienen un discurso pro derechos humanos, pero le hacen el juego a una dictadura que los viola y le dan recursos para que sigan acabándonos”.
Desde 2017 Yulier P. no interviene los muros de la ciudad. Ha redefinido su obra y actualmente trabaja en una serie que ha nombrado “Regalos”. Son pequeñas piezas de concreto donde esboza sus melancólicos sobrevivientes.
Pese a las presiones de la Policía política, él nunca borró sus dibujos como le exigieron. Cree que la visibilidad que medios de prensa y organizaciones de derechos humanos le dieron a su caso influyó en que el régimen lo dejara libre. Aun así, apenas quedan dos o tres de los 200 dibujos. Los más visibles los tapó el Gobierno. Otros fueron removidos por grupos religiosos que pensaban que el joven pintaba al diablo, cuando realmente él retrataba a sus rehenes.
Del resto se encargó el deterioro constante de La Habana. Los muros terminaron por derrumbarse y sepultaron con ellos a las criaturas tristes que subsistían allí.
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