Así que, si esto es lo que hay, yo aquí me bajo: no soy feminista.
Buscaré otro nombre, o ninguno, para lo mío.
Que, desde luego, es otra cosa.
No me siento feminista, ni siquiera un poco, si feminismo es este hegemónico, que se nos está instalando en las instituciones, la academia y los medios, que defiende (a gritos, histéricamente) que la mujer es un ser pueril e incapaz, digno de tutela y protección constante.
Un movimiento tuitivo, emisor (dictador) de indicaciones precisas sobre lo que debemos pensar, decir y hacer, y que nos obliga a cumplir a rajatabla con esos preceptos o nos señala, aparta y condena. Como herejes y alienadas, misóginas y fascistas.
Mujeres mal.
Por acción pero también por omisión.
No consiento que me nieguen, en nombre de un bien superior y universal, por muy justa que sea la causa, la posibilidad de equivocarme o arrepentirme de mis propias decisiones, de ser malvada o insensible en un momento dado, interesada y manipuladora, solo porque, en su relato, la mujer nunca es culpable de nada.
No quiero que me victimicen de serie.
Ni que se obligue a hacerse cargo de mis errores o mis fracasos a un hombre, el que sea, solo porque lo es. No quiero que en el altar de mi entrepierna se sacrifique la presunción de inocencia únicamente porque hay que creerme, sí o sí, incluso cuando miento (porque quiero y porque puedo).
No quiero que decidan por mí qué es lo que me ofende, lo que me indigna y lo que me repugna.
Tampoco lo que aplaudo, lo que defiendo y lo que jaleo.
Ni que me arrastren en sus delirios revanchistas y vengativos, mientras colectivizan sus traumas individuales, y pretenden convertir en derechos todo lo que desean y en delitos todo lo que les incomoda.
«Elijo no aceptar sus reglas de juego, no comprar su marco argumental: elijo no ser feminista. Que no hablen en mi nombre, que no me representen»
Precisamente porque creo en la igualdad entre hombres y mujeres, y porque defiendo nuestras libertades, no puedo sentirme parte de un movimiento que, en nombre de una causa superior y justísima, nos anula como individuos y nos sublima como grupo.
Que lo hace a costa de no permitir la discrepancia ni la crítica, exigiéndonos renunciar a toda diferencia.
Que pretende, parece ser, salvarnos de un yugo sometiéndonos a otro nuevo: el suyo.
Que señala a todos los hombres (a nuestros padres, a nuestros amigos, a nuestros hermanos, a nuestros novios, a nuestros compañeros, a nuestros hijos) como responsables de todo lo malo que nos ocurre.
Así, ante ese dilema falaz que plantea, por el cual solo puedo elegir entre ser feminista fetén (comprando el pack completo, haciendo y pensando lo que se espera de mí como mujer concienciada y sorora y empática, ofendida por todo, enfadada con el mundo en general y con los hombres en particular, abusada, sometida, invisibilizada.
Víctima, en fin, del heteropatriarcado) o mujer mal (alienada, cómplice del machismo estructural, misógina, traidora, influenciada, sometida, estúpida), no elijo ninguna.
Elijo no aceptar sus reglas de juego, no comprar su marco argumental: elijo no ser feminista.
Que no hablen en mi nombre, que no me representen.
Elijo elegir. En cada momento y a cada paso. Sin que nadie me diga qué hacer ni qué decir.
Con mis aciertos y mis errores, mis triunfos y mis fracasos.
Mis miserias, mis virtudes, mis lamentos, mis alegrías, mis frustraciones.
Sin que me importe lo que digan ni quién lo diga.
Y que lo llamen como quieran.
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2023-09-02/no-soy-feminista/
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